viernes, 1 de agosto de 2008

La voz

Se agita el aire interior,
vibran las cuerdas,
brota la voz:
la antigua voz de la caverna con ecos de palmas
y de piedras,
la voz que respira tras cada latido,
la voz de sal que habla con la marea,
la que se rompe y se apaga hasta volver a sonar,
la voz peregrina en el desierto,
la voz eléctrica del trueno,
la voz que susurra, luego gime y después calla,
la voz asombrada, la imaginaria voz borracha del ensueño,
la que cuenta una historia, la que es canción,
la voz que ríe, la que se atora,
la voz que se ahoga,
la voz presa, la voz que aturde
la voz que rompe los cristales,
la que exclama y se va al cielo,
la voz que arrebata, la que impulsa,
la voz que organiza la jornada,
la voz remolino que nunca para,
la voz inundada,
la voz que pregunta y abre una puerta

Todas ellas transitan escribiéndose en el viento,
todas ellas emergen del misterio,
todas ellas, anhelan el silencio.

Posibilidades

Podría trepar por las horas del calor
tiritando en el temblor de la voz una chicharra.
O podría hacer la plancha en una gota de agua,
tendido en la inquietud de la deriva.
Podría leer respuestas,
con fina inclinación en tinta china.
O podría gritar a viva voz
y chocarme una pregunta al vuelta de la esquina.
En un corcel de viento, podría cabalgar,
sin detenerme ante la bruma y la neblina,
O bien podría cabalgar en un corcel de nieve,
haciendo agua en el kiosco de la esquina,
y morir a charcos en la carnicería.
Todo aquí. La cocina es la colina;
es el sitio de la heladera y del dragón.
Sí, es aquí donde podría,
encontrar las llaves del reino,
y salir al patio a tomar aire.
O bien podría congelarme.

Los visitantes (trasmutando el alma planetaria)

Mientras que afuera,
aquí por todas las fronteras;
sangran lágrimas las almas,
lloran balas las patadas,
silencian piñas gritos que aturden,
eléctricas mandíbulas muerden almohadas,
aúlla el hombre humano,
crispa la pena.

Los alfileres de las escarapelas incendian los corazones hasta congelarlos.
Los alfileres de las escarapelas pinchan pechos inflados
que vierten un líquido espeso, un río de lava que sulfata el suelo.

Manchando un vidrio digo esto.
Alternando, ahora si, ahora no,
quietud inquieta.

Suena un llamador de ángeles;
y ellos asisten grises de alas,
tan con olor a humo
que entrecierran sus ojos al mirarnos.
También cargan con la noche del tiempo.
Pero esperan, y vuelan donde se los llama.
Solo quieren acoplarnos
al ritmo latente de la serpiente,
que al paso deja su piel, muta,
se regenera y vuela emplumada,
como una seca glicina inerte,
en aparente muerte del invierno,
que luego estalla y
amanece primavera.